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Boletín Nº 11 (Febrero 2009)

La situación política española y la misión de los comunistas. III Conferencia de la OCE

La situación política española y la misión de los comunistas. III Conferencia de la OCE

Andrés Nin

 

Comunismo, n.º 13, junio de 1932. Esta tesis fue aprobada en la III Conferencia de la OCE (En que cambió su nombre por el de Izquierda Comunista Española), el día 27 de marzo de 1932, no sin antes introducir diversas enmiendas.

 

I. La proclamación de la República el día 14 de abril de 1931 no fue, como está interesada en sostener la burguesía republicana, el coronamiento de una revolución, sino una de las etapas del lento y penoso proceso revolucionario que, con intermitencias, se está desarrollando en nuestro país desde hace más de un siglo y que ha tomado un carácter particularmente agudo durante estos últimos años.

II. España es un país eminentemente agrícola. El peso específico de la producción agrícola en la economía española es superior al de la industria. La técnica de la explotación es extraordinariamente primitiva. En la economía agraria predomina la gran propiedad semifeudal, el latifundio, con una gran masa campesina y jornalera miserable y cruelmente explotada. En las regiones en que no existe el latifundio subsisten numerosas reminiscencias feudales (aparcería, “rabassa morta”, foros, arriendos, etc.). La industria no existe más que en algunos puntos de la periferia, principalmente en Cataluña y Vizcaya. Técnicamente su nivel es, en general, muy bajo. El proceso de concentración se efectúa de un modo lentísimo. La guerra imperialista, al eliminar temporalmente del mercado mundial a las potencias capitalistas más importantes, dio la posibilidad a la industria española de aparecer en el mismo y de hacer beneficios pingües; pero el capitalismo español no supo aprovecharse de esa coyuntura favorable para mejorar técnicamente la industria y ponerse así en condiciones de conservar al menos una parte de los mercados conquistados. Cuando los países beligerantes reanudaron su actividad económica, la industria española se vio nuevamente cerradas las puertas del mercado mundial y entró en un agudo período de crisis, del cual no ha podido levantarse, y que, por añadidura, se vio agravado por el incremento del movimiento obrero, que adquirió un carácter netamente revolucionario. La estructura económica del país hallaba su expresión política en la Monarquía, la cual se apoyaba en el caciquismo de los grandes terratenientes, en la iglesia y en un centralismo despótico y regresivo que ahogaba todos los focos vitales del país.

III. El desarrollo de las fuerzas productivas chocaba con un obstáculo insuperable: el régimen político-económico dominante. La industria, privada casi enteramente del mercado exterior, podía desenvolverse sólo a base del ensanchamiento del mercado interior. Pero esto era imposible a causa del enorme retraso de la economía del país y muy particularmente de la escasa capacidad adquisitiva de las masas campesinas (que constituyen las tres cuartas partes de la población), cuya mayor parte vivía en una miseria espantosa. Esta profunda contradicción no podía resolverse más que de un modo: mediante la revolución democráticoburguesa, que entrañaba, en primer lugar, la revolución agraria, una revolución radical y profunda que destruyera el latifundio y diera la tierra a los campesinos. Esta revolución la burguesía había llegado con retraso para hacerla. Esta clase social, progresiva ayer, se había convertido en una fuerza reaccionaria que en todos los momentos decisivos (1909, 1917) se aliaba con los terratenientes y ahogaba su propia revolución, atemorizada ante el empuje revolucionario del proletariado, el cual no podía resignarse a desempeñar el papel de elemento auxiliar de la burguesía, sino que presentaba también la cuenta y amenazaba con convertir la revolución democrático- burguesa en socialista. El incremento revolucionario tomado por el movimiento obrero en 1917-1920, sobre todo bajo la influencia de la Revolución Rusa, acentuó la significación contrarrevolucionaria de la burguesía.

IV. El golpe de estado de Primo de Rivera fue una tentativa de la gran burguesía, aliada con las fuerzas más representativas del feudalismo, para hacer frente a las contradicciones insolubles en que se debatía a expensas de la clase obrera y de las masas campesinas, anulando las misérrimas conquistas democráticas y las mejoras logradas por el proletariado. Pero la dictadura militar no resolvió ninguna de esas contradicciones. La crisis, en vez de agravarse, se acentuó. Primo de Rivera, en busca de una salida, practicó una política económica vacilante y contradictoria. Ora rebajaba las barreras arancelarias para favorecer la entrada de los productos industriales extranjeros y dar satisfacción a los elementos agrarios; ora se entregaba al proteccionismo más severo para asegurarse la adhesión de la burguesía industrial; ora sostenía ciertos grupos financieros autóctonos muy estrechamente ligados al capital financiero internacional, provocando con ello el descontento en otros sectores capitalistas. Esta última orientación prevaleció durante los últimos tiempos de la Dictadura y explica en gran parte la actitud cada vez más hostil de la burguesía hacia la misma. El descontento de una gran parte del ejército, suscitado por la política de concesión de privilegios a ciertas categorías de la oficialidad en perjuicio de otras, hizo tambalear una de las columnas más sólidas del régimen. Añadamos a esto la crisis financiera, la carestía subsiguiente de la vida y la política descarada de latrocinio efectuada por los dictadores y dictadorzuelos de toda laya, todo lo cual agravó extraordinariamente la situación económica de la clase trabajadora y de las masas pequeñoburguesas. Esto tuvo consecuencias fatales para la Dictadura. El movimiento obrero, pasivo durante algunos años, adquirió un nuevo impulso. La huelga del ramo textil en Barcelona (junio de 1926) y la declarada contra el impuesto de utilidades fueron los síntomas más elocuentes de ese despertar del movimiento obrero. El cambio efectuado por la pequeña burguesía tuvo consecuencias no menos trascendentales. Las masas pequeñoburguesas, que durante los años 1917-1920 vieron con indudable simpatía el movimiento obrero revolucionario, se sintieron presas del más profundo desengaño ante el fracaso del mismo. Decepcionadas del régimen parlamentario, decepcionadas de la clase obrera, volvieron esperanzadas los ojos hacia el dictador. Pero el desencanto no tardó en llegar. Agobiada por los impuestos y las dificultades económicas crecientes, la pequeña burguesía fue volviendo la espalda al dictador, y persuadida de que la Monarquía era la causante de todos sus males (el rey había tenido una participación personalísima en la instauración de la Dictadura), vio en la república el remedio radical a los mismos. El movimiento republicano tomó un poderoso impulso. La Dictadura de Primo de Rivera, privada de toda base social e incluso de la fuerza pretoriana que la sostenía, se desplomó inevitablemente, sin que ni tan siquiera fuera necesario el empujón de las masas.

V. La caída de la Dictadura militar creaba una situación inmediatamente revolucionaria. La Monarquía, que había ligado sus destinos al dictador, estaba herida de muerte. Su existencia pendía de un hilo. La burguesía, que en un régimen democrático había encontrado condiciones más favorables al desarrollo de las fuerzas productivas, hacía, sin embargo, esfuerzos desesperados para mantener la Monarquía. Un certero instinto de clase le hacía temer fundadamente las consecuencias que, al dar un nuevo impulso a la revolución, podía traer aparejados un cambio brusco de régimen. La inexistencia real del partido comunista, el estado de desorganización en que se hallaba la CNT y la existencia de grandes ilusiones democráticas no sólo, entre las masas pequeñoburguesas, sino también entre la clase obrera, le dio la facilidad de maniobrar. Esta serie de circunstancias dieron origen al régimen seudoconstitucional de Berenguer, que puede ser caracterizado como un compromiso entre la Dictadura, ciertos elementos del antiguo régimen y la burguesía industrial. No es cierto, como pretendían los “teóricos” de la IC y sus infelices acólitos, los dirigentes del partido oficial español, que no “hubiera pasado nada”. La existencia del Gobierno Berenguer, sin precedentes, por sus características, con ninguna situación anterior, era una prueba elocuente de la grave enfermedad que aquejaba al régimen. Berenguer se vio obligado a anular las decisiones más importantes de Primo de Rivera, a conceder una amplia amnistía, a conceder cierta libertad a las organizaciones obreras, a la prensa, a la propaganda y a la agitación. Esto, unido a la crisis general del país, al descontento creciente de las masas, agravó aún más la situación. Las agitaciones obreras y las huelgas tomaron extraordinaria amplitud y la cuestión del poder se planteó nuevamente en toda su integridad. Desde la caída de Primo de Rivera hasta el 14 de abril España vivió bajo ese régimen semidictatorial, semiconstitucional. Pero ese estado de cosas no podía durar. Se trataba de un aplazamiento, no de una solución. Las contradicciones que existían en vísperas del 13 de septiembre de 1923 no sólo persistían, sino que se agravaban. Aumentó el déficit de la balanza comercial y el volumen de la Deuda, continuó la baja catastrófica de la peseta, creció el número de quiebras y suspensiones de pagos, siguieron aumentando los precios de las subsistencias, disminuyó considerablemente la emisión de capitales, la crisis agrícola adquirió proporciones amenazadoras, y la crisis mundial del capitalismo vino a agravar todavía más la situación con las repercusiones directas que tuvo en nuestro país. El descontento de las masas crecía sin interrupción, y se extendía no sólo a los obreros y campesinos, sino también a la pequeña burguesía urbana. El problema del país no podía resolverlo ningún emplaste. Todas las tentativas, todas las maniobras realizadas por la Monarquía, desde la llamada de Sánchez Guerra al poder y las negociaciones entabladas con los capitostes republicanos presos en Madrid hasta la formación del Gobierno Aznar, resultaron completamente ineficaces.

VI. La burguesía, en todo el período que precedió inmediatamente a la caída de la Monarquía, no tuvo más que una preocupación: evitar que la revolución calase hondo, adquirir el control de un movimiento que por su fuerza misma debía envolverla. Por esto, desde el primer momento, hace todo lo posible para impedir la participación directa e independiente de las masas obreras y su armamento, y canalizar el movimiento antimonárquico en el sentido del pronunciamiento. Y cuando en diciembre de 1930 la situación está madura para la insurrección y Galán se levanta en Jaca, estranguló el movimiento de masas, temerosa de que fuera éste el que derribara a la Monarquía, y, con ella, arrastrase a la propia burguesía. Pero no había tiempo que perder. La crisis revolucionaria se acentuaba; era preciso dar salida a la misma en una forma que, al menos exteriormente, diera satisfacción a las masas populares y evitara males mayores. La Monarquía fue sacrificada, y si cayó no fue por el empuje violento de la revolución sino precisamente gracias al esfuerzo realizado por la burguesía para evitarla.

VIII. La burguesía tuvo la posibilidad de efectuar esta maniobra gracias al lamentable estado en que se hallaba el movimiento obrero. El partido socialista, que, desgraciadamente, ejerce todavía una influencia efectiva sobre una gran parte de la clase obrera y había colaborado abiertamente con la Dictadura militar, no tan sólo era incapaz de oponer un dique a los esfuerzos contrarrevolucionarios de la burguesía, sino que se convirtió en su auxiliar más eficaz. El resultado de esta política fue la constitución de una conjunción republicano-socialista, que no tenía otra misión que la de actuar de paracaídas de la Monarquía, la de cortar la revolución. La expresión más característica de esta política fue el sabotaje directo de la insurrección de diciembre por los directores del partido socialista y de la UGT: Madrid no fue a la huelga general en diciembre[1]. Por su parte, la CNT renunció enteramente a realizar una política de clase y se infeudó a los partidos republicanos, manteniendo y alimentando las ilusiones democráticas de las masas. La gran victoria obtenida en las elecciones de abril por la “Izquierda Republicana” de Cataluña se debió en gran parte al apoyo oficioso prestado por la CNT[2]. Y en este camino de las desviaciones llegaron tan lejos los líderes anarcosindicalistas, que durante la huelga de diciembre se subordinaron enteramente a los comités revolucionarios burgueses y aconsejaron a los obreros que guardaran una actitud pacífica, y, en vísperas de la caída de la Monarquía, prometieron formalmente a los jefes republicanos no promover ningún conflicto durante los seis primeros meses de existencia de la República, a fin de no crear dificultades al nuevo régimen. Esta actitud era una consecuencia lógica del absurdo apoliticismo de los anarcosindicalistas, los cuales, en los momentos decisivos, a falta de una política propia, se ven obligados a hacer la de otra clase. En cuanto al partido comunista, hay que decir que, en realidad, no existía. Los acontecimientos le cogieron desprevenido, y en el momento decisivo no supo señalar el camino a las masas obreras y campesinas, las cuales se lanzaron en brazos de los republicanos. La impotencia del partido era el resultado inevitable de la política errónea seguida por la IC. Durante la Dictadura militar, la IC y la fracción que la representa en España se limitaron a repetir que Primo de Rivera no podía ser derribado más que por la insurrección armada de los obreros y campesinos. Los hechos demostraron (como lo había previsto la Oposición Comunista de Izquierda) que cuando la experiencia de la dictadura descarada fracasa y la clase obrera, en el momento de la crisis, no cuenta con un partido vigoroso, la burguesía tiene aún la posibilidad de explotar las ilusiones democráticas para prolongar su dominación. Por no haber tenido en cuenta esta posibilidad, la dirección del partido, en vez de prever los acontecimientos, se vio sorprendida por ellos. Destruido por la realidad el esquema forjado arbitrariamente, lo natural hubiera sido que la dirección del partido renunciara a sus errores; pero en vez de ello (como los hechos no se ajustaban a dicho esquema) afirmó que la caída de la Dictadura militar no tenía ninguna importancia, y que, en el fondo, no había sucedido nada. Entretanto, el proceso de descomposición de la Monarquía avanzaba; la caída del régimen sin la intervención violenta de las masas era fácil de prever; sin embargo, la dirección del partido afirmaba, como lo había hecho con respecto a la Dictadura militar, que la Monarquía no podía ser derrocada más que por la revolución proletaria. Por esto, la proclamación pacífica de la República fue una nueva sorpresa para la fracción dirigente. La consecuencia de todo ello fue que el partido estuvo completamente al margen del movimiento popular y no ganó un ápice de influencia entre las masas trabajadoras. La política de colaboración con la burguesía practicada por el partido socialista, el apoliticismo anarcosindicalista y la ausencia de un verdadero PC, han sido las causas determinantes de que la burguesía haya resuelto temporalmente la crisis revolucionaria en su favor.

IX. De lo dicho anteriormente se desprende el carácter del nuevo régimen. En realidad, la proclamación de la República ha sido una tentativa desesperada de la parte más clarividente de la burguesía y de los grandes terratenientes para salvar sus privilegios. La experiencia de los diez primeros meses de existencia del nuevo régimen ha venido a demostrar lo que hemos sostenido siempre los comunistas: que la revolución democrático-burguesa no puede ser realizada por la burguesía, que dicha revolución no puede ser obra más que del proletariado, apoyándose en las masas campesinas, mediante la instauración de su dictadura. La República no ha resuelto, ni puede resolver radicalmente, ninguno de los problemas fundamentales de la revolución democrática: el agrario, el de las nacionalidades, el de las relaciones con la iglesia, el de la transformación de todo el mecanismo burocrático-administrativo del estado. La solución del problema religioso (solución aparentemente radical, puesto que se deja en pie todo el poderío económico de la iglesia), la posible concesión de una mezquina autonomía a Cataluña y de una tímida reforma agraria, que, en el fondo, dejaría incólumes los derechos de la gran propiedad, son el límite extremo a que puede llegar la burguesía en el camino de la revolución democrática[3].

X. El gobierno de la República, por las circunstancias en que se verificó el cambio de régimen, ha sido un dique opuesto al avance de la revolución; pero el vasto movimiento popular que le dio origen, y la necesidad de apoyarse en él en los primeros momentos, le han obligado en ciertas ocasiones a hacer concesiones, a decir verdad, puramente verbales en la mayor parte de los casos a las ilusiones democráticas de las masas. Explotando hábilmente estas ilusiones y la permanencia de los socialistas en el gobierno, que han desempeñado a la vez el papel de pararrayos y de bomberos, la burguesía ha tenido la posibilidad, desde abril acá, de ir reforzando sus posiciones y evitar no sólo el avance de la revolución, sino preparar la reacción más descarada. Este avance progresivo de la reacción burguesa ha sido tanto más posible cuanto que la ausencia de un verdadero PC, la influencia ejercida todavía por los socialistas sobre una gran parte de la masa obrera y campesina, y el confusionismo anarcosindicalista, han dejado sin guía a la clase trabajadora y han hecho posible el mantenimiento de la ficción democrática. Gracias a la utilización hábil de esta ficción, la burguesía, mientras iba consolidando sus posiciones, daba la impresión exterior a las masas de que su fuerza política se debilitaba: cada nuevo avance de la reacción burguesa hallaba su expresión, no en un reforzamiento de sus posiciones en el gobierno, sino a la inversa. Las dos manifestaciones más típicas de esta situación paradójica las hallamos en la dimisión de Maura y Alcalá Zamora primero, y en la salida de Lerroux, después[4]. La primera crisis, como es sabido, fue provocada por la cuestión religiosa. La fórmula votada por las Constituyentes era la expresión del límite máximo a que podía llegar la burguesía. Conceder menos significaba provocar las iras de las masas populares, empujarlas a una lucha cuyas consecuencias podían ser fatales para el régimen capitalista. Conceder más era imposible, porque ello hubiera significado atacar a fondo la potencia económica de la iglesia, y, por consiguiente, el derecho de propiedad. Pero la burguesía, para presentar la solución dada al problema como una conquista real de la revolución, tenía necesidad del apoyo de los socialistas, aunque para ello fuera preciso sacrificar a los dos ministros que, a los ojos de las masas, personificaban la reacción. La solución de la crisis significaba, pues, la consolidación del bloque de la burguesía con los socialistas, a expensas de a revolución democrática. Uno de los primeros actos del Gobierno Azaña fue la adopción de la “Ley de Defensa de la República”[5], dirigida contra los trabajadores, con lo cual se puso de manifiesto el verdadero carácter de la modificación ministerial. Cuando la ola revolucionaria aún no ha descendido, cuando la burguesía no puede ponerse francamente frente a las masas, utiliza a los elementos de la pequeña burguesía radical para que realicen la política que conviene a sus intereses. Este fue el sentido del primer Gobierno Azaña; éste es, naturalmente, el del segundo. Maura no había podido presentar el proyecto de “Ley de Defensa de la República” pues hasta las piedras se hubieran levantado contra él, Azaña lo hizo aprobar casi por la unanimidad de la cámara. Lo que en aquella etapa concreta de la revolución no se podía hacer con la etiqueta de la derecha, era posible hacerlo con la etiqueta de la izquierda. El Gobierno Azaña era una preparación del Gobierno Lerroux, un gobierno-puente para un régimen de dictadura burguesa descarada. La situación no estaba aun madura para ello, y por este motivo se imponía una etapa transitoria. Posteriormente, los acontecimientos se han desarrollado con una lógica rigurosa, y la salida de Lerroux del gobierno señaló un nuevo avance de la reacción. Lerroux se marchó, no porque las posiciones de la burguesía se hubieran debilitado, sino, al contrario, porque todas las fuerzas de la reacción capitalista se agrupaban a su alrededor y consideraban llegado el momento de dar la cara. El hecho de que Lerroux emprenda el ataque contra los socialistas demuestra que la burguesía no considera ya necesarios sus servicios y que se basta con los medios de represión que le ofrece el estado para hacer frente a las masas obreras y campesinas. La etapa iniciada por el Gobierno Azaña toca a su término…, si no interviene a tiempo el proletariado y toma en sus manos la revolución.
XI En esta evolución reaccionaria de la República, los representantes de la pequeña burguesía radical han demostrado una vez más su inconsistencia ideológica y su impotencia. La cosa no tiene nada de sorprendente para los marxistas revolucionarios, los cuales saben que no hay mejores auxiliares de la reacción burguesa que los demagogos y charlatanes del radicalismo pequeñoburgués. En Francia, en 1848, Louis Blanc preparó la victoria de Cavaignac. En Rusia, Kerenski preparaba la de Kornilov. El Gobierno Azaña es la antesala del Gobierno Lerroux. La misión de los comunistas consiste en combatir denodadamente a la pequeña burguesía radical, por extremista que sea la etiqueta con que se presente. Para cuando esté gastado el equipo Azaña, se prepara otro: el de los charlatanes a lo Balbontín y a lo Barriobero, que reservan un nuevo desencanto a las masas y las desarman ante el verdadero enemigo. Objetivamente, esas fracciones radicales de la pequeña burguesía son aún más peligrosas para la revolución que el propio Lerroux. Este da la cara: la extrema izquierda pequeñoburguesa, gracias a su demagogia, mantiene la ilusión en las masas de la posibilidad de la victoria de la revolución democrática en el marco del régimen burgués.

XII. Durante estos últimos tiempos, la ofensiva de la República contra las masas trabajadoras ha tomado un carácter particularmente agudo. Han sido prácticamente anulados los derechos de asociación, reunión y propaganda; la prensa obrera revolucionaria ha sido víctima de persecuciones brutales; el régimen de las detenciones gubernativas sigue en vigor como en tiempos de la Monarquía; se ha anulado el derecho de huelga; la Guardia Civil ametralla a los trabajadores como en las mejores épocas del régimen caído; y, como coronamiento, el gobierno de la República adopta el sistema de las deportaciones a Guinea, que ni tan siquiera Primo de Rivera se había atrevido a emplear. Lerroux, si toma el poder, poco tendrá que añadir, en lo fundamental, a la política de su antecesor de izquierda. La República “de los trabajadores” avanza a pasos agigantados hacia la dictadura burguesa descarada. La socialdemocracia constituye una fuerza organizada que, sindicalmente sobre todo, agrupa aún considerables fuerzas obreras y campesinas. Pero su influencia decrece incesantemente. Los comunistas deben orientar esas masas en sentido revolucionario, intensificar la lucha por la disgregación socialdemócrata y atraer a nuestras filas a los obreros que sin cesar se alejan del socialreformismo. Como partido político, el partido socialista agrupa en primer término elementos de la pequeña burguesía radical, cuya mentalidad choca, inevitablemente, con la ideología proletaria. La lucha contra la socialdemocracia debe efectuarse paralelamente a la lucha por la destrucción del ilusionismo democrático de las masas. Comprometer sin cesar a los socialistas en la aplicación y defensa de consignas democráticas supone persuadir a las masas de la mentira de la democracia burguesa.

XIII. El proletariado español, en el transcurso de estos últimos meses, ha dado prueba de una vitalidad extraordinaria. El movimiento huelguístico ha hecho prodigios de energía y dado pruebas de un espíritu combativo y de una disciplina admirables. Pero los resultados obtenidos han sido desproporcionados al esfuerzo realizado. Como consecuencia de ello, se ha producido la decepción y el cansancio en una gran parte de la masa obrera. Las organizaciones adherentes a la CNT atraviesan por una crisis profundísima. Los descalabros sufridos han determinado el apartamiento de la misma de gran número de trabajadores. Sus profundas divergencias internas la han debilitado. Pero sería un error imaginarse que el estado de depresión actual ha de ser duradero. La crisis económica, cada vez más aguda, con su consecuencia inmediata, el aumento ininterrumpido del paro forzoso, que va tomando proporciones más vastas cada día, y el desarrollo del proceso revolucionario, que se halla muy lejos de haber llegado a su última fase, originarán, a no tardar, nuevas explosiones, más vastas, más virulentas que las anteriores.

XIV. La clase trabajadora no puede aprender más que mediante su propia experiencia. Las últimas huelgas son ricas en enseñanzas, que el proletariado no debe dejar de aprovechar. Resumamos brevemente las más importantes: lº. En distintas localidades, y sobre todo en las de las comarcas del Llobregat y del Cardoner (Cataluña), los obreros se apoderaron de los ayuntamientos, es decir, del poder político[6]. Teniendo en cuenta que el movimiento fue inspirado y dirigido por los anarcosindicalistas, el hecho tiene una inmensa significación, pues nos hallamos en presencia de una concesión de importancia a nuestros principios. La misión de los comunistas consistirá en poner de relieve este hecho ante los trabajadores que se hallan bajo la influencia anarquista, tomándolo como base para hacerles comprender la necesidad de no detenerse a mitad del camino y de aceptar íntegramente la ideología comunista, y sobre todo de reconocer la imposibilidad de la victoria sin la existencia de un partido comunista. 2º. El movimiento careció de orientación. No se dieron a las masas consignas claras y precisas, y en algunos casos (huelga de enero en Barcelona) éstas faltaron absolutamente[7]. La cosa no tenía nada de casual. El anarcosindicalismo no podía dar a las masas aquello que su impotencia ideológica y táctica ante los problemas concretos de la revolución no le permitía dar. 3º. En las poblaciones con influencia socialista predominante, el movimiento fracasó. Esto demuestra que los socialistas ejercen aún una influencia considerable sobre una buena parte de la clase obrera. Conquistar a estas masas es indispensable para el triunfo de la revolución. Menospreciarlas, como lo hace, por ejemplo, el Bloque Obrero y Campesino, es un profundo error. 4º. Tanto la huelga de enero como la de febrero fracasaron, en gran parte, gracias al sabotaje de los elementos del grupo reformista de la CNT, llamado “de los 30”. Entre la ideología de ese grupo y la de los socialistas no hay, en el fondo, ninguna diferencia. Combatirlos encarnizadamente y arrojarlos de la dirección de las organizaciones obreras es uno de los objetivos inmediatos que han de perseguir los elementos revolucionarios de la CNT. 5º. Los elementos de la FAI han demostrado tener una visión más clara de la realidad revolucionaria del momento que los “líderes” del grupo “de los 30”. Los comunistas deben procurar, por todos los medios, actuar en estrecho contacto con esos elementos, sincera y ardientemente revolucionarios, sin dejar por ello ni un momento de combatir su falsa posición ideológica. 6º. Los últimos acontecimientos han venido a demostrar una vez más que, a pesar de los errores de sus dirigentes, la Confederación Nacional del Trabajo es una organización revolucionaria. Contribuir a su reforzamiento, invitando a los obreros a ingresar en sus filas, sobre todo en los actuales momentos de depresión, constituye un deber ineludible para todos los comunistas sinceros, como lo constituye asimismo combatir enérgicamente toda tentativa encaminada a escindir esa central sindical. En este sentido debe ser particularmente combatido el llamado “Comité de Reconstrucción” y el sedicente “congreso de unidad” proyectado por los burócratas stalinistas, que no persigue otro fin que crear una nueva central sindical y, por consiguiente, agravar aún más la escisión.

XV. La política reaccionaria del gobierno de la República ha asestado un rudo golpe a las ilusiones democráticas de las masas obreras y campesinas. Pero sería un error creer que han sido totalmente liquidadas. Está aún muy difundida la opinión de que si estuvieran en el poder “verdaderos” republicanos (los de la extrema izquierda pequeñoburguesa, por ejemplo) se haría una política más favorable a los intereses de las clases trabajadoras. A crear esta ilusión han contribuido, en primer lugar, los anarcosindicalistas con su política de sostén a la pequeña burguesía radical, política que continúan hoy, aunque con cambio de equipo: la “Esquerra Republicana” ha sido sustituida por la “Alianza de izquierdas”; “L’Opinió” por “La Tierra”; Macià, por Balbontín y Barriobero. En estas condiciones, es imposible que la clase obrera abandone de golpe y porrazo sus ilusiones democráticas. Sólo una política justa puede contribuir a liquidar definitivamente estas ilusiones. A ello hemos de consagrarnos los comunistas, no lanzando consignas que no respondan al estado de espíritu real de las masas, sino tomando a este último como base principal para la elaboración de nuestra táctica.

XVI. La experiencia española ha venido a confirmar una vez más que la burguesía, en las circunstancias actuales, es incapaz de realizar la revolución democráticoburguesa, que sólo el proletariado, mediante la instauración de su dictadura y apoyándose en los campesinos, puede llevarla a cabo íntegramente. La teoría stalinista, según la cual es posible la existencia de un régimen intermedio de “dictadura democrática de los obreros y campesinos” entre la dictadura burguesa y la dictadura del proletariado, debe ser combatida con la máxima energía por todos aquellos comunistas que no deseen ver reproducida en nuestro país la trágica experiencia que tan cara ha costado al proletariado chino.

XVII. La revolución española no puede tener, pues, un coronamiento victorioso más que en la instauración de la dictadura del proletariado. Los comunistas deben preparar a la clase obrera para la conquista de esta dictadura. Pero sería aventurerismo puro incitar al proletariado a la insurrección inmediata. Nos hallamos, no en la etapa de la lucha inmediata y directa por el poder, sino en la de preparación de esta lucha. Para esta lucha inmediata faltan las condiciones indispensables, y muy particularmente: a) la desmoralización de la clase enemiga, el íntimo convencimiento de la misma de que el fin de su dominación está próximo; b) arrancar a las masas campesinas y a una buena parte de la clase obrera a la influencia socialista; c) conquistar para la causa de la revolución proletaria a una gran parte de la pequeña burguesía radical, o al menos neutralizarla; d) constituir, organizaciones de masa análogas a los soviets; e) crear un gran partido comunista.

XVIII. Es indudable que en la etapa actual, caracterizada por el reforzamiento de la burguesía y el reflujo temporal del movimiento obrero, el empleo de las consignas democráticas puede desempeñar aún un gran papel. Las principales consignas de carácter democrático por las cuales deben luchar actualmente las masas trabajadoras son: libertad completa de reunión, de propaganda, de asociación, de huelga; abolición de la “ley de Defensa de la República” y de las detenciones gubernativas; disolución de la Guardia Civil y del Somatén; confiscación de los bienes de la iglesia; expropiación sin indemnización de los grandes propietarios agrarios y reparto de las tierras entre los campesinos; reconocimiento del derecho de Cataluña a la autodeterminación, la separación inclusive; socorro a los parados por el estado, etc., etc.

XIX. La constitución del frente único de la clase obrera se impone como una condición indispensable para la victoria. El frente único no es un burdo recurso de agitación ni una maniobra. Los comunistas han de saber hacer comprender a la clase obrera que se trata para ella de una cuestión de vida o muerte. Sin el frente único la clase obrera será inevitablemente aplastada por la burguesía. Sin frente único el proceso revolucionario español terminará en un aborto. Es indudable que la historia de1 movimiento revolucionario del proletariado no nos ha ofrecido hasta ahora un órgano de frente único tan perfecto y eficaz como el soviet, instrumento de lucha hoy y de poder mañana de toda la clase obrera representada en el soviet por los delegados de los obreros de todas las fábricas y talleres sin distinción, sean las que sean las organizaciones sindicales y políticas a que pertenezcan, o aunque no formen parte de ninguna de ellas. ¡Cuán diferentes hubieran sido la trascendencia y las consecuencias de las grandes luchas sostenidas por la clase obrera durante estos últimos años si ésta hubiera contado con soviets! Pero el hecho es que los soviets no han surgido en el curso de los mencionados movimientos y que, por ahora, no se nota tendencia alguna en este sentido en el proletariado. ¿Surgirá más adelante? Es de esperar, aunque es seguro que la clase obrera de nuestro país llegará a su creación por caminos distintos de los seguidos por el proletariado ruso. Pero mientras ese momento llega no se puede adoptar una actitud pasiva. Hay que lanzar inmediatamente las bases del frente único, hay que crear las premisas necesarias para la creación de organismos destinados a agrupar a la clase obrera y a prepararla para la lucha. Esa base puede ser suministrada por los comités de fábrica. Hasta ahora, incluso en 1917-1920, años de apogeo del movimiento revolucionario, no han existido en España comités de fábrica propiamente dichos. Pero el sistema de delegados, de representación de la fábrica y del taller, ha adquirido una gran difusión. Y durante estos últimos tiempos la idea de los comités de fábrica ha hecho mucho camino y adquirido cierta popularidad entre las masas. Hay que partir, pues, de ahí e impulsar activamente la creación de los organismos, asignándoles como fin inmediato el control de la producción. Los dirigentes de la CNT los aceptan y los preconizan, pero los conciben exclusivamente como organismos sindicales, designados desde arriba por los comités de los sindicatos. Los socialistas, por mediación de su representante en el gobierno de la República, Sr. Largo Caballero, preparan, por su parte, un proyecto de control obrero que, en realidad, no persigue como fin el control revolucionario, sino la colaboración de clases. Los comunistas deben combatir con igual energía ambas concepciones. El comité de fábrica no debe ser designado desde arriba, sino elegido democráticamente por todos los obreros sin excepción. El control debe perseguir como fin, no la colaboración con la burguesía, sino la toma de posesión de los instrumentos de producción. No hay ningún obrero revolucionario que no se pueda sentir dispuesto a luchar junto con los comunistas sobre la base de la lucha por los comités de fábrica. Y esta lucha, bien orientada, bien dirigida, se convertiría irresistiblemente en un poderoso movimiento que conduciría a la creación, sobre la base de los comités de fábrica, de soviets y otros organismos parecidos por su estructura y funciones. Por todas estas razones, consideramos que la creación de comités de fábrica debe ser la consigna fundamental en los momentos actuales. Toda huelga importante, todo movimiento de masas deben ser utilizados en este sentido.

XX. Finalmente, la condición indispensable para que la revolución proletaria triunfe es la existencia de un gran PC. El mayor obstáculo a la formación de este partido lo han constituido hasta ahora, en primer lugar con su política errónea y su régimen burocrático, la IC y su representación oficial en nuestro país, el Partido Comunista de España, y en segundo lugar, el Bloque Obrero y Campesino, con su política confusionista y oportunista. La Oposición de Izquierda, al luchar contra las deformaciones del comunismo y el restablecimiento de la política y de los métodos que caracterizaron a la internacional hasta la muerte de Lenin, al combatir la política demagógica y antimarxista de la dirección actual del partido y las desviaciones pequeñoburguesas del Bloque Obrero y Campesino y preconizar incansablemente la convocatoria de un congreso que restablezca la unidad de nuestras filas, obra inspirada por un solo deseo, que es el de todos los verdaderos obreros revolucionarios de nuestro país: dotar al proletariado del arma de que tiene necesidad imprescindible para luchar y vencer: un gran partido comunista. 



[1] En el mes de diciembre de 1930, coincidiendo con la sublevación republicana de Jaca, protagonizada por los capitanes Galán y García Hernández, se convocó una huelga general que tuvo amplio eco en los principales centros industriales del país., excepto Madrid donde la hegemonía de la UGT en los medios obreros era indiscutible.
[2] En las elecciones municipales de abril de 1931, la CNT llamó a la abstención atenuada, lo que, unido al carácter “progresivo” que ante los obreros tenía una opción republicana frente a la monarquía, determinó la victoria abrumadora de Cataluña de la Ezquerra Republicana.
[3] El 9 de septiembre de 1932, sofocado el levantamiento del general Sanjurjo, fueron aprobadas en las Cortes la ley de la Reforma Agraria y el estatuto de Cataluña. La primera establecía unos criterios efectivamente mezquinos para la aplicación de la reforma agraria. El Estatuto de Cataluña aprobado por las Cortes fue una versión sensiblemente recortada del Estatuto de Nuria, redactado por una comisión nombrada por la Generalitat y aprobado en plebiscito celebrado el 2 de agosto de 1931. en particular, el estatuto aprobado en Madrid eliminaba todo lo referente a la soberanía de la Generalitat, rechazaba la fórmula federal e imponía la cooficialidad del castellano y el catalán. La única conquista era, pues, la dependencia del orden público de la Generalitat.
[4] Tras la aprobación por las Cortes, el 13 de septiembre de 1931, del artículo 26 de la constitución sobre las relaciones iglesia-estado, Alcalá Zamora y Miguel Maura, ambos católicos practicantes, presentaron su dimisión. Poco después, al ser encargado Azaña de formar gobierno, Lerroux, que había sido ministro de Estado hasta entonces, se negó a participar en él, argumentando que no estaba de acuerdo con la continuación de los socialistas en el gobierno.
[5] El 29 de octubre de 1932 fue aprobada la ley de Defensa de la República, destinada a castigar la violencia en las disensiones políticas, sociales y religiosas y la difamación contra el nuevo régimen. Daba al gobierno poder para imponer multas de hasta 10.000 pesetas y para deportar individuos dentro de la península y a las provincias africanas. Esta ley dotaba al gobierno de poderes policíacos excepcionales. El día de su aprobación, Maura exclamó: “Así da gusto ser ministro de la Gobernación”.
[6] El 21 de enero de 1932, la FAI, que ya dominaba la CNT, lanzó un movimiento insurreccional en la cuenca minera del Alto Llobregat. En Berga, Sallent, Fígols, Cardona y Suria, los mineros se apoderaron de los ayuntamientos y proclamaron el comunismo libertario. Tres días después, y ante la intervención del ejército, se rindieron. El gobierno deporto a Guinea a 104 anarcosindicalistas (entre ellos a Durruti y F. Ascaso)
[7] Como continuación del movimiento insurreccional, la CNT convocó una huelga general de protesta, sin apenas directrices ni consignas, pero que tuvo importancia en Cataluña, Zaragoza, Sevilla, Málaga y otras ciudades.