El 40º aniversario de la revolución de Octubre (1957)
André Breton[1]
Texto inédito. Traducción del francés. Extraído de la versión publicada en Cahiers d’Études marxistas, Jeunesses communistes révolutionnaires, Nº 3, febrero de 1992.
Contra viento y marea, soy de los que vuelven a encontrar todavía, en el recuerdo de la Revolución de Octubre, una buena parte de este impulso incondicional que me llevó hacia ella cuando era joven y que implicaba el don total de sí mismo. Para mí, nada de lo que pasó desde entonces ha prevalecido completamente sobre este movimiento del espíritu y del corazón. Las monstruosas inequidades inherentes a la estructura capitalista no están allí para escandalizarnos menos hoy de lo que lo hacían ayer, tampoco hemos dejado de desear (dicho de otro modo, de exigirnos a nosotros mismos) que se dé un fin a estas. Para esto, no dudamos más de que sea necesario pasar por medios REVOLUCIONARIOS. Las jornadas de Octubre, en su tiempo, nos aparecían y nos aparecen todavía como la resultante ineluctable de estos medios. Nada puede hacer que ellas no hayan marcado el PUNTO DE IMPACTO en el pasaje del plano de las aspiraciones al de la ejecución concreta. Con respecto a esto, nada puede hacer que ellas no sigan siendo ejemplares y que vuelva a caer en la exaltación que ellas traen.
Esto, SIN PERJUICIO DE LO QUE OCURRIO DESPUES, lo que importa es que la reconozcamos siempre. En lo más negro de la decepción, del escarnio y la amargura (como en el momento de los Juicios de Moscú[2] o del aplastamiento de la insurrección de Budapest) es necesario que podamos tomar fuerza y esperanza en lo que las jornadas de Octubre conservan siempre de electrizante: la toma de conciencia de su poder de las masa oprimidas y de la posibilidad para ellas de ejercer EFECTIVAMENTE ese poder, la “facilidad” (la expresión es, creo, de Lenin) con la que los viejos marcos se desmoronan. Por mi parte, siempre he mirado como un talismán esta fotografía que muchos otros habrían querido hacer desaparecer, y que los periódicos reproducen en la actual conmemoración, que muestra a Lenin inclinado sobre su inmenso auditorio en una tribuna, a cuyos pies se erige, con el uniforme del Ejército Rojo, como asumiendo por él solo la GUARDIA DE HONOR, León Trotsky. Y es esta misma mirada, la de León Trotsky, la que encuentro fija en mí en el transcurso de nuestros habituales encuentros hace veinte años en México. A él solo bastaría ordenarme desde entonces para guardar toda fidelidad a una CAUSA, la más sagrada de todas, la de la emancipación del hombre, y esto más allá de las vicisitudes que ésta pueda conocer, y en lo que la ha concernido, los peores sinsabores y negativas humanos. A semejante mirada, y la luz que se levanta, nada alcanzará a extinguirla, así como Termidor[3] no pudo alterar los rasgos de Saint Just. Que ésta sea la que nos escudriñe y nos sostenga esta tarde, en una perspectiva en la que la Revolución de Octubre abriga en nosotros el mismo ardor inflexible que la Revolución Española[4], la Revolución Húngara[5] y la lucha del pueblo argelino por su liberación.