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Escritos de León Trotsky (1929-1940)

La “sed de poder”

La “sed de poder”

La “sed de poder”[1]

 

 

3 de enero de 1937

 

 

 

Si hemos de creerle a Vishinski (agosto de 1936), el “centro unificado” no tiene absolutamente ningún programa. Su única motivación es “la mera sed de poder”. Desde luego, mi sed es más grande que la de los demás. Los plumíferos a sueldo de la Internacional Comunista y algunos periodistas burgueses se han explayado en varias ocasiones sobre el tema de mi ambición. Estos caballeros buscan la explicación de mí -inesperada- actividad terrorista en mi desmedida ambición por tomar el control del estado. La explica­ción “sed de poder” cabe fácilmente en las estrechas cabezas del común de los filisteos.

Cuando a principios de 1926 la “nueva oposición” (Zinoviev-Kamenev) inició una serie de conversaciones con mis amigos y conmigo para planificar la acción común. Kamenev me dijo durante nuestra primera plática: “De más está decir que sólo podemos concertar este bloque si usted está dispuesto a luchar por el poder. Más de una vez nos hemos preguntado si usted no está cansado y ha resuelto limitarse a la crítica escrita, sin participar en esta lucha”. En esa época. Zinoviev, el gran agitador, y Kamenev, el “político astuto” al decir de Lenin, tenían la ilusión de que les resultaría fácil reconquistar el poder “Apenas usted y Zinoviev aparezcan juntos en la tribuna - me dijo Kamenev-, el partido dirá, ¡Allí está el Comité Cen­tral! ¡Allí está el gobierno!. La cuestión es, ¿está usted dispuesto a formar un gobierno?”

Yo, que ya había pasado por tres años de lucha en la oposición (1923-26) no compartía estas esperanzas optimistas. Nuestro grupo (“trotskista”) tenía una visión bastante clara de la segunda etapa de la revolución -el termidor-, de las crecientes discrepancias entre la burocracia y el pueblo, de la degeneración del estrato dirigente y su tendencia al nacional-conservadorismo y de la profunda repercusión que ejercían las derrotas del proletariado mundial sobre el destino de la URSS.

No concebía el problema del poder en forma aislada, es decir, independiente de estos importantes procesos internos e internacionales. Veía la necesidad de formar nuevos cuadros y aguardar los acontecimientos. Por eso le respondí a Kamenev:

“De ningún modo me siento ‘cansado’, pero opino que debemos armarnos de paciencia durante un lapso prolongado, durante todo un período histórico. Hoy no se trata de luchar por el poder, sino de preparar los instrumentos ideológicos y los métodos organizativos de lucha mientras aguardamos el nuevo ascenso revo­lucionario. ¿Cuándo vendrá? No lo sé”.

Los lectores de mi autobiografía, de mi Historia de la Revolución Rusa, de mi crítica de la Tercera Internacional, de La revolución traicionada, nada encontraran de ese dialogo con Kamenev en esas páginas. Lo menciono aquí porque arroja luz sobre la estúpida y absurda “intención” que me atribuyen los calumniadores de Moscú: la de retrotraer la revolución a su punto de partida de octubre de 1917... ¡mediante disparos de una pistola!

Los dieciocho meses de la lucha interna que siguie­ron les dieron su merecido a las ilusiones de Zinoviev y Kamenev. Pero su conclusión fue diametralmente opuesta a la mía.

“Si no podemos tomar el poder en la cúpula -dijo Kamenev- sólo nos resta someternos".

Tras mucho vacilar, Zinoviev llegó a la misma conclusión. En vísperas -o quizás en el trascurso- del Decimoquinto Congreso (diciembre de 1927), donde debía anunciarse la expulsión de la Oposición, sostuve mi última conversación con Zinoviev y Kamenev.

Estaba en juego nuestro destino por muchos años, quizá por el resto de nuestras vidas. Al final de la sesión, cuyo tono fue sumamente moderado -en reali­dad, profundamente patético- Zinoviev me dijo:

Vladimir Ilich (Lenin) nos advirtió en su testamento que el conflicto entre Trotsky y Stalin podría provocar la escisión del partido. ¡Piense en sus responsabilidades!

- Pero nuestro programa es justo, ¿o no?

-¡Hoy más que nunca! -respondieron Zinoviev y Kamenev, quienes renegarían de él a los pocos días de esta conversación.

- Si es así -dije- la ferocidad de la lucha que el aparato libra contra nosotros demuestra que no se trata de diferencias temporarias, sino de contradicciones sociales. Lenin también dice en su testamento que si las divergencias de opinión en el partido coinciden con diferencias de clase, nada -¡y menos la capitulación!- nos salvará de la escisión. Seguimos conversando, y luego volví al testamento de Lenin para recordarles que, según ese documento, Zinoviev y Kamenev recularon ante la insurrección de 1917 “por razones que no fueron casuales”.

- En cierto sentido este momento es tan serio como aquél, sin embargo ustedes se disponen a cometer el mismo tipo de error, ¡quizás el más grave de sus vidas!

Fue nuestra última conversación. Jamás volvimos a intercambiar una sola carta, un solo mensaje directo o indirecto. Durante los diez años siguientes ataqué implacablemente a Zinoviev y Kamenev por su capitulación, que si bien significó un golpe terrible para la Oposición, tuvo para ellos consecuencias infinitamente más graves de lo que me era dable prever a fines de 1927.

El 26 de mayo de 1928 envié una carta a mis amigos desde Alma Ata: “El partido nos necesitará otra vez. y más que nunca. Nuestra actitud debe ser: no impacien­tamos pensando que ‘todo se hará sin nuestra partici­pación’; no atormentamos a nosotros mismos y a los demás innecesariamente; estudiar, esperar, velar, no permitir que nuestra línea política sea corroída por el fastidio que nos provocan los calumniadores y los canallas”.

No exagero al decir que el pensamiento expresado en estas líneas constituye el trasfondo esencial de mis actividades. Desde mi juventud, el marxismo me ense­ñó a despreciar el subjetivismo personal, para el cual aguijonear a la historia es una virtud. Siempre he consi­derado que la impaciencia revolucionaria mal ubicada es una fuente de oportunismo y refleja una tendencia hacia el aventurerismo. He escrito centenares de artículos contra aquellos que “presentan sus cuentas a la historia antes del vencimiento” (mayo de 1909). En marzo de 1931 hice mías las palabras de Kote Tsin­tsadze, mi camarada de lucha muerto en el exilio: “¡In­felices de aquellos que no saben aguardar!”[2] Recha­zo la acusación de impaciencia junto con muchas otras acusaciones... Sé aguardar. Por otra parte, ¿qué significa la palabra “aguardar” en este caso? ¡Preparar el futuro!. ¿Acaso no es ésta la esencia de la actividad revolucionaria? Para el partido proletario, el poder es el medio de transformación social. El revolucionario que no aspira a poner el aparato de represión estatal al servicio de su programa es un inútil. En este sentido, la lucha por el poder no es un fin en sí mismo, sino una parte de la actividad revolucionaria en su conjunto: la educación y unificación de las masas trabajadoras. La conquista del poder, que surge naturalmente de esta actividad y a su vez la sirve, puede proporcionar una satisfacción personal. Pero aspirar al poder por el poder mismo es una actitud excepcionalmente estúpida y vulgar, que sólo puede proporcionarle satisfacción a un incapaz.



[1] La sed de poder. Les crimes de Staline. Traducido del francés [al ing1és] para la primera edición [norteamericana] de esta obra por A.L. Preston.

[2] Kote Tsintsadze (1887-1930): bolchevique de la Vieja Guardia, diri­gente del PC de Georgia y a partir de 1923 miembro de la Oposición de Izquierda. Fue expulsado del PC en 1927, enviado al exilio en 1928 y murió en 1930. Véase la semblanza que traza Trotsky en Portraits, Political and Personal.



Libro 5